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fugios, cuáles son los vientos más propicios, con enumeración de las vocerías y de las reglas de la ralea.

Cuando Julián pudo recitar de memoria todas esas cosas, su padre le arregló una jauría.

Primero se veían veinticuatro lebreles berberiscos, más veloces que gacelas, pero propensos a desbocarse; luego diez y siete parejas de perros bretones, rayados de blanco sobre fondo rojo, de crédito bien ganado, fuertes de pecho y grandes ladradores. Para atacar al jabalí y para las refriegas peligrosas había cuarenta grifos, peludos como osos. Mastines de Tartaria, casi tan altos como asnos, color de fuego, largo espinazo y el jarrete recto, estaban destinados a perseguir los uros; la negra piel de los españoles lucía como el raso; el ladrido agudo de los talbots compensaba el de los podencos sochantres. En un patio aparte gruñían, sacudiendo su cadena y rodando las pupilas, ocho dogos alanos, animales formidables que saltan al vientre de los caballeros y no tienen miedo de los leones.

Todos comían pan candeal, bebían en pilas de piedra y llevaban un nombre sonoro.

La cetrería aventajaba quizá a la jauría; el buen padre había conseguido a fuerza de oro azores tercuelos del Cáucaso, sacres de Babilonia, jerifaltes de Alemania y halcones peregrinos capturados sobre los cantiles, orilla de los mares fríos, en países remotos. Se guarecían en un cobertizo de bálago, y, colgados por orden de tamaños soDigitad ly I