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bre su alcándara, tenían delante de ellos un montón de hierba donde les ponían de vez en cuando para desentumecerlos.

Bolsas, anzuelos, trampas de hierro, toda clase de ingenios fueron fabricados.

A menudo llevaban al campo perros perdigueros, que pronto se ponían de muestra. Entonces los picadores, avanzando pasito a paso, extendían con precaución sobre sus cuerpos impasibles una red' inmensa. A la voz de mando, ladraban; las perdices levantaban el vuelo, y las damas de los contornos, invitadas con sus maridos, los niños, las camareras, todo el mundo se arrojaba sobre ellas y las cogía fácilmente.

Otras veces, para levantar liebres redoblaban el tambor. Abrían fosos para los zorros, o bien preparaban un resorte que, al aflojarse, atrapaba un lobo por la pata.

Pero Julián despreciaba tan cómodos artificios, y prefería cazar lejos de todos con su caballo y su halcón. Era casi siempre un magnífico azor de Escitia, blanco como la nieve. Su capuchón de cuero remataba en un penacho. Cascabeles de oro temblaban en sus patas azules, y se mantenía derecho en el brazo del amo cuando iba devorando la llanura al galope de su caballo. Julián desataba sus correas y le soltaba de pronto; el ave audaz subía en el aire recta como una flecha, y se veían dos manchas desiguales voltear, juntarse, luego desaparecer en las alturas del azul. El halcón no tardaba en bajar desgarrando alguna

Tres cuentos
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