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presa, y volvía a colocarse en la guanteleta, con las dos alas palpitantes.

Julián dió caza de este modo a la garza real, al milano, a la corneja y al buitre.

Le placía seguir a sus perros, resonando la trompa, cuando corrían por la vertiente de las colinas, saltaban los arroyos y subían hacia el bosque; y cuando el ciervo comenzaba a gemir, lleno de mordeduras, él le remataba prestamente; luego se deleitaba en la furia de los mastines que le devoraban, descuartizado sobre su misma piel humeante.

Los días de niebla se perdía en un pantano para acechar a los patos, las nutrias y los ánades.

Tres palafreneros le esperaban al rayar el alba al pie de la grada, y ya podía el buen monje asomarse en su tragaluz y hacerle señas para que volviera. Julián no se detenía. Salía con el rigor del sol, lloviendo a mares, en medio de la tormenta; bebía el agua de los manantiales en la mano, comía, cabalgando, manzanas silvestres; si estaba fatigado, descansaba al pie de una encina, y volvía a media noche, cubierto de sangre y de barro, con espinas en los cabellos y trascendiendo al olor de las bestias feroces. Llegó a ser como ellas. Cuando su madre le besaba, Julián aceptaba fríamente su abrazo como si estuviera soñando en cosas recónditas.

Mató los osos a cuchilladas, los toros con el hacha, los jabalíes con venablo; y hasta una vez, como sólo tuviera en la mano un palo, se defen-