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vieja, encorvados, con pobres trajes de tela y apoyado cada uno en su bastón.

Alentándose uno a otro, declararon que traían a Julián noticias de sus padres.

Ella se inclinó para oirles.

Pero, concertándose con la mirada, le preguntaron si seguía queriéndolos y si hablaba de ellos alguna vez.

—¡Oh! ¡Sí! —dijo ella.

Entonces gritaron:

—Pues bien, ¡somos nosotros!

Y se sentaron, porque estaban rendidos y traspasados de fatiga.

Nada demostraba a la joven que su esposo fuera, en efecto, el hijo.

Pero dieron la prueba describiendo señales particulares que Julián tenía en su cuerpo.

Saltó fuera del lecho, llamó a su paje y se les sirvió una cena.

Aunque tuviesen hambre no podían comer nada, y ella observaba el temblor de sus manos huesudas al coger el rosario.

Hicieron mil preguntas acerca de Julián, y respondió a todas, pero tuvo buen cuidado de callar la fúnebre idea que les concernía.

Habían salido de su castillo al ver que no volvia, y andaban, hacía muchos años, siguiendo vagas indicaciones, sin perder la esperanza. Tanto dinero habían necesitado para el peaje de los ríos y las hosterías, para los derechos de los príncipes y las exacciones de los bandidos, que habían