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vaciado el fondo de su bolsa y ahora caminaban mendigando. ¿Qué importa todo, si pronto iban a abrazar a su hijo? Ensalzaban su suerte por tener una mujer tan bella, y no se cansaban de contemplarla y de besarla.

La riqueza de la habitación les asombraba mucho, y el viejo preguntó por qué habían puesto en los muros el blasón del emperador de Occitania.

Replicó la mujer:

—Es mi padre.

Entonces se estremeció, acordándose de la predicción del gitano, y la vieja pensó en las palabras del ermitaño. La gloria de su hijo no era, seguramente, sino la aurora de esplendores eternos; y ambos quedaron embebecidos a la luz del candelabro que alumbraba la mesa.

Debían de haber sido muy hermosos en su juventud. Conservaba la madre todos sus cabellos, partidos en dos bandas, blancas como la nieve, que llegaban más abajo de las mejillas; y el padre, con su alta estatura y sus largas—barbas, parecía una imagen de iglesia.

La mujer de Julián les obligó a no esperarle más. Ella misma les acostó en su lecho; luego cerró la ventana y se durmieron. No tardaría en alborear. Detras de las vidrieras, los pajarillos comenzaban su cántico.

Julián había cruzado el parque, y caminaba con paso nervioso por el bosque, gozando la blandura del césped y la tibieza del aire.

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