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to aquí y allá, cruces carcomidas inclinábanse con aire tétrico. Pero en la sombra indecisa de las tumbas se removían unos bultos, y surgieron las hienas, azoradas, jadeantes. Sonaba el golpe blando de sus uñas al caer sobre las baldosas, y así vinieron hasta él y le olfatearon, con un bostezo que mostraba sus encías. Desenvainó el sable, y corrieron a un tiempo en todas direcciones.

Con su galope cojo y precipitado, se perdieron a lo lejos tras una ola de polvo.

Una hora después encontró en un barranco un toro furioso, con los cuernos en alto y escarbando la arena con el pie. Julián le clavó su lanza en el pecho por la papada. La punta se quebró, como si el animal hubiera sido de bronce. Cerró Julián los ojos esperando la muerte; pero cuando los abrió el toro había desaparecido.

Entonces su alma se rindió de vergüenza. Un poder superior destruía su fuerza, y, pensando en volver a su casa, penetró de nuevo en el bosque.

Las lianas obstruían el paso, e iba cortándolas con su sable, cuando una garduña gigantesca resbaló bruscamente entre sus piernas: una pantera dió terribles saltos por cima de sus hombros, una serpiente subió en espiral alrededor de un fresno.

Asomó entre las ramas un grajo monstruoso que le miraba, y por todas partes aparecían infinidad de chispas, como si el firmamento hubiera hecho llover sobre el bosque todas sus estrellas.

Eran los ojos de los animales: gatos salvajes, ardillas, buhos, papagayos, monos...