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El ruido de las muertes la había despertado, y al llegar, con una sola mirada lo comprendió todo.

Huyó, loca de terror, dejando caer su antorcha.

Julián la levantó.

Su padre y su madre estaban delante de él, tendidos de espalda, con un agujero en el pecho, y parecía que sus rostros, llenos de majestuosa dulzura, guardaban un secreto eterno. Salpicaduras y charcos de sangre mostrábanse sobre su blanca piel, en las ropas del lecho, en el suelo, bajo un Cristo de marfil suspendido en la alcoba. El reflejo escarlata de la vidriera herida ya por los rayos del sol, iluminaba aquellas manchas rojas y proyectaba otras muchas en toda la estancia. Julián se dirigió hacia los dos muertos, diciéndose, queriendo creer que aquello no era posible, que se había engañado, que hay, en ocasiones, parecidos inexplicables. Al fin, se inclinó ligeramente para ver muy de cerca al anciano, y distinguió, entre sus párpados mal cerrados, una chispa extinguida que le quemó como si fuera fuego. Luego se volvió al otro lado del lecho por ver el otro cuerpo, cuyos cabellos blancos ocultaban parte del rostro. Julián pasó los dedos bajo la cabellera, levantó la cabeza y la miró, sostenida al extremo de su brazo rígido, mientras con la otra mano acercaba la antorcha. Las gotas, saltando del colchón, caían una a una sobre el pavimento.

Al término de aquel día se presentó delante de su mujer, y con una voz distinta de la suya la bed by Digit zed by