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Como el tiempo no apaciguase su martirio, y éste era ya intolerable, resolvió morir.

Y un día, hallándose al borde de una fuente, como se inclinara sobre ella para apreciar la profundidad del agua, vió aparecer ante él un anciano descarnado, de barba blanca y de un aspecto tan lamentable, que le fué imposible contener el llanto. El otro lloraba también. Sin reconocer su imagen, Julián se acordó confusamente de un rostro parecido a aquel. Lanzó un grito: era el de su padre, y ya no pensó nunca en matarse.

Así recorrió muchos países con la carga de sus recuerdos, hasta que llegó cercá de un río, cuyo paso era peligroso por la violencia de la corriente y porque tenía en las orillas una gran extensión de légamo. Nadie, desde hacía mucho tiempo, se atrevia a pasarlo.

Una barca vieja, casi hundida, alzaba su proa entre los guijarros. Examinándola, Julián descubrió un par de remos, y se le ocurrió la idea de emplear su existencia al servicio de los demás.

Comenzó por establecer sobre el ribazo escarpado una especie de calzada que le permitiera bajar hasta el canal; se rompió las uñas removiendo enormes piedras, las apoyó contra su vientre para transportarlas, resbaló en cieno, se hundió, y muchas veces estuvo a punto de perecer.

En seguida reparó la barca con restos de otros navíos, y se hizo una choza con arcilla y troncos de árboles.

El paso era ya conocido, y los viajeros se pre-