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sentaron. Llamaban desde la otra orilla agitando unos trapos. Pronto salía Julián y saltaba en su barca. Esta era muy pesada, y la sobrecargaban con toda clase de bagajes y fardos, sin contar las bestias de acarreo que, coceando de miedo, aumentaban la confusión. No pedía nada por su molestia, y algunos le daban restos de las vituallas que sacaban de sus zurrones, y los vestidos demasiado viejos que ya no querían. Los bárbaros vociferaban blasfemias. Julián los reprendía con dulzura, y ellos respondían con injurias. Se contentaba con bendecirlos.

Una mesita, un escabel, una cama de hojas secas y tres copas de arcilla: he aquí todo su ajuar.

Dos agujeros en el muro le servían de ventanas.

Por un lado se extendían hasta perderse de vista llanuras estériles, que mostraban en su superficie, aquí y allá, lívidos estanques; y delante de él rodaban las ondas verdosas del gran río. En primavera, la tierra húmeda olía a podredumbre.

Luego un viento desatado levantaba torbellinos de polvo. Entraba por todas partes, le enlodaba el agua y hacía crujir la arena en las encías. Más tarde eran nubes de mosquitos, cuyo zumbido y cuyas picaduras no cesaban de noche ni de día.

Luego sobrevenían terribles heladas, que daban a los objetos rigidez pétrea y le inspiraban deseos frenéticos de comer carne.

Transcurrían meses sin que Julián viera a nadie. A menudo, cerraba los ojos, tratando de volver a su juventud por arte de la imaginación, y