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Estaba envuelto en una tela hecha jirones, la cara semejante a una máscara de yeso y los dos ojos encendidos como carbones. Al acercarle la linterna, Julián notó que le recubría una lepra horrible. Sin embargo, su actitud era majestuosa como la de un rey.

Desde que entró en la barca, ésta se hundió prodigiosamente, vencida de su peso. Una sacudida la puso a flote, y Julián comenzó a remar.

A cada golpe de remo, la resaca de las olas la levantaba por delante. El agua, más negra que la tinta, corría con furia a uno y otro lado de las bordas. Cavaba abismos, levantaba montañas, y la chalupa iba subiéndolas para caer otra vez en profundidades donde el viento y la corriente la hacían girar.

Julián inclinaba su cuerpo, desplegaba los brazos y, estribando los pies, se tumbaba para hacer más fuerza con violenta torsión de la cintura. El granizo azotaba sus manos, corría la lluvia por sus espaldas y, como la violencia del aire le sofocaba, se detuvo. Entonces la barca siguió arrastrada a la deriva. Pero, comprendiendo que se trataba de algo inexcusable, de un mandato que era necesario cumplir, volvió a empuñar los re mos, y el chirrido de los escálamos cortó el clamor de la tempestad.

La linternita ardía delante de él. Grandes aves, revoloteando, se la ocultaban por intervalos. Pero siempre divisaba las pupilas del leproso, que se De leve o