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evocaba el patio del castillo con los lebreles sobre la gradería, los pajes en la sala de armas y bajo dosel de pámpanos un adolescente de cabellos rubios, entre un anciano cubierto de pieles y una dama de altas tocas. De pronto, los dos cadáveres reaparecían. Y se arrojaba de bruces sobre su cama y repetía llorando:

Ay! ¡Pobre padre! ¡Pobre madre! ¡Pobre madre!

Y caía en un letargo, donde continuaban sus fúnebres visiones.

Una noche, mientras dormía, creyó ofr una voz que le llamaba. Prestó atención, y no distinguió más que el mugir de las olas.

Pero la misma voz repitió:

—¡Julián!

Venía de la otra orilla, lo cual le pareció extraordinario, dada la anchura del río.

Por tercera vez le llamó:

—¡Julián!

Y aquella voz tan alta tenía el son de una campana de una iglesia.

Encendió su linterna y salió de la choza. Furioso huracán llenaba la soledad de la noche. Las tinieblas, profundas, estaban desgarradas aquí y allá por la blancura de las olas que rompían en espuma.

Tras un minuto de vacilación, Julián desató la amarra. Las aguas, de pronto, se calmaron, resbaló la barca sobre ellas y tocó en el otro ribazo, donde esperaba un hombre.

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