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Miguel de Unamuno

yo? Y cogiéndole al niño la cabecita se la apretó a la boca y lloró sobre ella, lloró copiosa, lenta y silenciosamente.

Aquellas lágrimas las sentía el niño como un riego de piedad. Y sintió una profunda pena por el pobre hombre, por el pobre padre del marquesito.

La que no lloraba era Carolina.

***

Y sucedió que un día, estando marido y mujer muy arrimados en un sofá, cogidos de las manos y mirando al vacío penumbroso de la estancia, sintieron ruido de pendencia, y al punto entraron los niños, sudorosos y agitados. «Yo me voy! ¡Yo me voy!»—gritaba Pedrito—. «¡Vete, vete y no vuelvas a mi casa!»—le contestaba Rodriguín. Pero cuando Carolina vió sangre en las narices de Pedrito, saltó como una leona hacia él, gritando: «¡Hijo mío! ¡Hijo mío!» Y luego, volviéndose al marquesito, le escupió esta palabra: «¡Caín!»

—¿Cain? ¿Es acaso mi hermano?—preguntó abriendo cuanto pudo los ojos el marquesito.

Carolina vaciló un momento. Y luego, como apuñándose el corazón, dijo con voz ronca: «¡Pero es mi hijo!»

—¡Carolina!—gimió su marido.