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Miguel de Unamuno

Tristán, jugaba con las cartas de éste. Y le acariciaba delante de los tertulianos, y dándole golpecitos en la mejilla, le decía: «Pero qué pobre hombre eres, Tristán! » Y luego a los otros: «Mi pobre maridito no sabe jugar solol» Y cuando se habían ellos ido, le decía a él:

«¡La lástima es, Tristán, que no tengamos más hijos..después de aquella pobre niña..., aquélla sí que era hija del pecado, aquélla y no nuestro Pedrín...; pero ahora, a criar a éste, al marqués!

Hizo que su marido lo reconociera como suyo, engendrado antes de él, su padre, haberse casado, y empezó a gestionar para su hijo, para su Pedrín, la sucesión del título. El otro, en tanto, Rodriguin, se consumía de rabia y de tristeza en un colegio.

—Lo mejor sería—decía Carolina—que le entre la vocación religiosa; ¿no la has sentido tú nunca, Tristán? Porque me parece que más naciste tú para fraile que para otra cosa...

—Y que lo digas tú, Carolina... —se atrevió a insinuar suplicante su marido.

—¡Sí, yo; lo digo yo, Tristán! Y no quieras envanecerte por lo que pasó, y que el penitenciario llama nuestro pecado, y mi padre, el marqués, la mancha de nuestro escudo. Nuestro pecador ¡Ei tuyo, no, Tristán; el tuyo, no! ¡Fuí yo quien te seduje, yo! Ella, la de los geranios, la que te regó el sombrero, el sombrero, y no la cabeza, con el agua de sus tiestos, ella te trajo acá, a