su redentora?» A los pocos días de esta segunda carta llamó don Victorino a su hija, se encerró con ella, y casi de rodillas y con lágrimas en los ojos, le dijo:
—Mira, hija mía, todo depende ahora de tu resolución: nuestro porvenir y mi honra. Si no aceptas a Alejandro, dentro de poco no podré ya encubrir mi ruina y mis trampas, y hasta inis...
—No lo digas.
—No, no podré encubrirlo. Se acaban los plazos. Y me echarán a presidio. Hasta hoy he logrado parar el golpe.... ¡por ti! ¡Invocando tu nombre! Tu hermosura ha sido mi escudo. «Pobre chical», se decían.
Y si le acepto?
—Pues bien; voy a decirte la verdad toda. Ha sabido mi situación, se ha enterado de todo, y ahora estoy ya libre y respiro, gracias a él. Ha pagado todas mis 1 trampas; ha liberado mis...
—Sí, lo sé, no lo digas. ¿Y ahora?
—Que dependo de él, que dependemos de él, que vivo a sus expensas, que vives tú misma a sus expensas.
—Es decir, ¿que me has vendido ya?
—No, nos ha comprado.
—¿De modo que, quieras que no, soy ya suya?
—¡No, no exige eso; no pide nada, no exige nada!
—¡Qué generoso!