—¡Julia!
—Sí, sí, lo he comprendido todo. Dile que, por mí, puede venir cuando quiera.
Y tembló después de decirlo. ¿Quién habia dicho esto? ¿Era ella? No; era más bien otra que llevaba dentro y la tiranizaba.
—¡Gracias, hija mia, gracias!
El padre se levantó para ir a besar a su hija; pero ésta, rechazándole, exclamó:
—¡No, no me manches!
—Pero hija.
—¡Vete a besar tus papeles! O mejor, las cenizas de aquellos que te hubiesen echado a presidio.
—¿No le dije yo a usted, Julia, que Alejandro Gómez sabe conseguir todo lo que se propone? ¿Venirme con aquellas cosas a mí? ¿A mí?
Tales fueron las primeras palabras con que el jover indiano potentado se presentó a la hija de don Victorino, en la casa de ésta. Y la muchacha tembló ante aquellas palabras, sintiéndose, por primera vez en su vida, ante un hombre. Y el hombre se le ofreció más rendido y menos grosero que ella esperaba.
A la tercera visita, los padres los dejaron solos. Ju-