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Nada menos que todo un hombre

diferencia de vestido y porte entre uno y otra. Recreábase en que las gentes se quedasen mirando a su mujer, y si ella a su vez, coqueteando, provocaba esas miradas, o no lo advertía él, o más bien fingia no advertirlo. Parecía ir diciendo a aquellos que la miraban con codicia de la carne: «¿Os gusta, eh? Pues me ale—gro; pero es mía, y sólo mia; conque... Irabiadl» Y ella, adivinando este sentimiento, se decía: «¿Pero me quiere, o no me quiere, este hombre?» Porque siempre pensaba en él como en este hombre, como en su hombre. O mejor, el hombre de quien era ella, el amo. Y poco a poco se le iba formando alma de esclava de harén, de esclava favorita, de única esclava, pero de esclava al fin.

Intimidad entre ellos, ninguna. No se percataba de qué era lo que pudiese interesar a su señor marido. Al—guna vez se atrevió ella a preguntarle por su familia.

—Familia?—dijo Alejandro—. Yo no tengo hoy más familia que tú, ni me importa. Mi familia soy yo, yo y tú, que eres mía.

—¿Pero y tus padres?

—Haz cuenta que no los he tenido. Mi familia em—pieza en mí. Yo me he hecho solo.

—Otra cosa querría preguntarte, Alejandro, pero no me atrevo...

—¿Que no te atreves? ¿Es que te voy a comer? ¿Es que me he ofendido nunca de nada de lo que me hayasdicho?