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Miguel de Unamuno

lante de él, una broma de ambiguo sentido respecto a cuernos, cogió una botella y se la arrojó a la cabeza, descalabrándole. El escándalo fué formidable.

―A mí? ¿A mí con bromitas de ésas?—decía con su voz y su tono más contenidos. Como si no le entendiese... Como si no supiera las necedades que corren por ahí, entre los majaderos, a propósito de los caprichos novelescos de mi pobre mujer... Y estoy dispuesto a cortar de raíz esas hablillas...

—Pero no así, don Alejandro—se atrevió a decirle uno.

—¿Pues cómo? ¡Dígame cómo!

—Cortando la raíz y motivo de las tales hablillas!

—Ah, ya! ¿Que prohiba la entrada del conde en mi casa?

—Sería lo mejor.

—Eso sería dar la razón a los maldicientes. Y yo no soy un tirano. Si a mi pobre mujer le divierte el conde ese, que es un perfecto y absoluto mentecato, se lo juro a usted, es un mentecato inofensivo, que se las echa de tenorio..., si a mi pobre mujer le divierte ese fantoche, ¿voy a quitarle la diversión porque los demás mentecatos den en decir esto o lo otro? ¡Pues no faltaba más...!

Pero, ¿pegármela a mi? A mi? ¡Ustedes no me conocenl —Pero don Alejandro, las apariencias...

—Yo no vivo de apariencias, sino de realidades!

Al día siguiente se presentaron en casa de Alejandro