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Miguel de Unamuno

vengo de la nada, y no quiero entender esas andróminas del Código del honor. ¡Conque ya lo saben ustedes!

Levantáronse los padrinos, y uno de ellos, poniéndose muy solemne, con cierta energía, mas no sin respeto—que al cabo se trataba de un poderoso millonario y hombre de misteriosa procedencia—, exclamé:

—Entonces, señor don Alejandro Gómez, permítame que se lo diga...

—Diga usted todo lo que quiera; pero midiendo suspalabras, que ahí tengo a la mano otra batella.

¡Entonces—y levantó más la voz—, señor don Alejandro Gómez, usted no es un caballero!

—¡Y claro que no lo soy, hombre, claro que no lo soy! ¡Caballero yo! ¿Cuándo? ¿De dónde? Yo me crić burrero y no caballero, hombre. Y ni en burro siquiera solía ir a llevar la merienda al que decían que era mi padre, sino a pie, a pie y andando. ¡Claro que no soy un caballero! ¿Caballerías? ¿Caballerías a mi? A mí?

Vamos..., vamos...

—Vámonos, sí—dijo un padrino al otro—, que aquí no hacemos ya nada. Usted, señor don Alejandro, su—frirá las consecuencias de esta su incalificable conducta.

—Entendido, y a ellas me atengo. Y en cuanto a ese..., a ese caballero de lengua desenfrenada a quien descalabré la cabeza, diganle, se lo repito, que me pase