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Nada menos que todo un hombre

la cuenta del médico, y que tenga en adelante cuenta con lo que dice. Y ustedes, si alguna vez que todo pudiera ser—necesitaran algo de este descalificado, de este millonario salvaje, sin sentido del honor caballeresco, pueden acudir a mi, que los serviré, como he servido y sirvo a otros caballeros.

—Esto no se puede tolerar, vámonos!—exclamó uno de los padrinos.

Y se fueron.

  Aquella noche contaba Alejandro a su mujer la escena de la entrevista con los padrinos, después de haberle contado lo del botellazo, y se regodeaba en el relato de su hazaña. Ella le oía despavorida.

—¿Caballero yo? ¿Yo caballero?—exclamaba él—.

¿Yo? ¿Alejandro Gómez? ¡Nunca! ¡Yo no soy más que un hombre, pero todo un hombre, nada menos que todo un hombre!

—¿Y yor—dijo ella, por decir algo.

—¿Tú?¡Toda una mujer! Y una mujer que lee novelas.

¡Y él, el condesito ese del ajedrez, un nadie, nada más que un nadie! ¿Por qué te he de privar el que te diviertas con él como te divertirias con un perro faldero?

Porque compres un perrito de esos de lanas, o un ga-