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Miguel de Unamuno

gritó ella—. ¡Cobardel Cobardel ¡Cobarde! ¡Mi marido te ha amenazado, y por miedo, por miedo, cobarde, cobarde, cobarde, no te atreves a decir la verdad y te prestas a esta farsa infame para declararme local Cobarde, cobarde, villanol Y tú también, como mi marido...

—¿Lo ven ustedes, señores?—dijo Alejandro a los médicos.

La pobre Julia sufrió un ataque, y quedó como deshecha.

—Bueno; ahora, señor mío—dijo Alejandro dirigiéndose al conde—, nosotros nos vamos, y dejemos que estos dos señores facultativos, a solas con mi pobre mujer, completen su reconocimiento.

El conde le siguió. Y ya fuera de la estancia, le dijo Alejandro:

—Conque ya lo sabe usted, señor conde: o mi mujer resulta loca, o les levanto a usted y a ella las tapas de los sesos. Usted escogerá.

— Lo que tengo que hacer es pagarle lo que le debo, para no tener más cuentas con usted.

—No; lo que debe hacer es guardar la lengua. Conque quedamos en que mi mujer está loca de remate y usted es un tonto de capirote. ¡Y ojo con éstal—y le enseñó una pistola.

Cuando, algo después, salían los médicos del despacho de Alejandro, decíanse: