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Nada menos que todo un hombre

asegurando que habían sido alucinaciones lo de su trato con el de Bordaviella. Avisáronselo al marido.

Un día llamaron a Julia adonde su marido la esperaba, en un locutorio. Entró en él, y se arrojó a sus pies sollozando:

—¡Perdóname, Alejandro, perdónamel —Levántate, mujer—y la levantó.

—¡Perdóname!

—Perdonarte? ¿Pero de qué? Si me habían dicho que estabas ya curada..., que se te habían quitado las alucinaciones...

Julia miró a la mirada fría y penetrante de su marido con terror. Con terror y con un loco cariño. Era un amor ciego, fundido con un terror no menos ciego.

—Sí, tienes razón, Alejandro, tienes razón; he estado loca, loca de remate. Y por darte celos, nada más que por darte cclos, inventé aquellas cosas. Todo fué mentira. ¿Cómo iba a faltarte yo? ¿Yo? ¿A ti? A ti? ¿Me crees ahora?

—Una vez, Julia—le dijo con voz de hielo su marido—, me preguntaste si era o no verdad que yo maté a mi primera mujer, y, por contestación, te pregunté yo a mi vez que si podías creerlo. ¿Y qué me dijiste?

—¡Que no, que no lo creía, que no podía creerlo!

—Pues ahora yo te digo que no creí nunca, que no pude creer, que tú te hubieses entregado al michino ese.

¿Te basta?