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Miguel de Unamuno

des, que hablan de amor, dejan que se les mueran sus mujeres. No, no es querer... No te quiero...

—¿Pues qué?—preguntó con la más delgada hebra de su voz, volviendo a ser presa de su vieja congoja, Julia.

—No, no te quiero... [Te... te... te..., no hay palabra!

—y estalló en secos sollozos, en sollozos que parecian un estertor, un estertor de pena y de amor salvaje.

—¡Alejandro!

Y en esta débil llamada había todo el triste júbilo del triunfo.

—¡Y no, no te morirás; no te puedes morir; no quiero que te mueras! ¡Mátame, Julia, y vivel ¡Vamos, mátame, mátame!

—Sí, me muero...

—¡Y yo contigo!

Y el niño, Alejandro?

Que se muera también. ¿Para qué le quiero sin ti?

—Por Dios, por Dios, Alejandro, que estás loco...

—Sí, yo, yo soy el loco, yo el que estuvesiempre loco...loco de ti, Julia, loco por ti... Yo, yo el loco. ¡Y mátame, llévame contigo!

—Si pudiera....

— Pero no, mátame y vive, y sé tuya...

—¿Y tú?

— Yo? ¡Si no puedo ser tuyo, de la muerte!

Y la apretaba más y más, queriendo reteneria.