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Nada menos que todo un hombre

Alejandro miró al crucifijo, que estaba a la cabecera de la cama de su mujer, lo cogió y apretándolo en el puño, le decía: «Sálvamela, sálvamela y pideme todo, todo, todo, mi fortuna toda, mi sangre toda, yo todo...todo yo.» Julia sonreía. Aquel furor ciego de su marido le estaba llenando de una luz dulcísima el alma. Qué feliz era al cabol ¿Y dudó nunca de que aquel hombre 1 quisiese?

Y la pobre mujer iba perdiendo la vida gota a gota Estaba marmórea y fría. Y entonces el marido se acostó con ella y la abrazó fuertemente, y queria darle todo su calor, el calor que se le escapaba a la pobre.

Y le quiso dar su aliento. Estaba como loco. Y ella sonreía.

—Me muero, Alejandro, me muero.

—¡No, no te mueres—le decía él—, no puedes morirte!

—¿Es que no puede morirse tu mujer?

—No; mi mujer no puede morirse. Antes me moriré yo. A ver, que venga la muerte, que venga. A míl ¡A mí la muerte! Que venga l —¡Ay, Alejandro, ahora lo doy todo por bien padecido... ¡Y yo que dudé de que me quisieras...!

—¡Y no, no te quería, nul Eso de querer, te lo he dicho mil veces, Julia, son tonterias de libros. No te quería, nol [Amor..., amor! Y esos miserables, cobarTRES NOVELAS II