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Miguel de Unamuno

riendo muy despacio... Y si lo siento, es por él, por mi marquesito, sólo por él... ¡Qué triste vida la de esta casa sin sol...! Yo creí que tú, Tristán, me hubieses traído sol y libertad y alegría; pero no, tú no me has traído más que al marquesito... ¡Tráemelo!» Y le cubria de besos lentos, temblorosos y febriles. Y a pesar de que se hablaran, entre marido y mujer se interponía una cortina de helado silencio. Nada decían de lo que más les atormentaba las mentes y los pechos.

Cuando Luisa sintió que el hilito de su vida iba a romperse, poniendo su mano fría sobre la frente del niño, de Rodriguin, le dijo al padre: «Cuida del marqués. ¡Sacrifícate al marqués! 1Ah, y a ella dile que la perdono!» «¿Y a mit»—gimió Tristán—. «A ti?¡Tú no necesitas ser perdonado!» Palabras que cayeron como una terrible sentencia sobre el pobre hombre. Y poco después de oírlas se quedó viudo.

***

Viudo, joven, dueño de una considerable fortuna, la de su hijo el marqués, y preso en aquel lúgubre caserón cerrado al sol, con recuerdos que siendo de muy pocos años le parecían ya viejísimos. Pasábase las horas muertas en un balcón de la trasera de la casona, entre la yedra, oyendo el zumbido del río. Poco des-