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que como eran muy amigos no se habían de pelear si pensaban de distinto modo, porque los dos juntos gobernaban el país.

—Y dígame, hermano—me preguntó ;— cómo se llama el Presidente?

—Domingo F. Sarmiento.

—¿Y es amigo suyo?

—Muy amigo.

—Y si dejan de ser amigos, ¿cómo andarán las paces con nosotros que ha hecho usted?

—Pero bien, no más, hermano, porque yo no puedo pelearme con el Presidente, aunque me castigue. Yo no soy más que un triste coronel, y mi obligación es obedecer.

El Presidente tiene mucho poder, él manda todo el ejército. Además, si yo me voy, vendrá otro jefe, y ese jefe tendrá que hacer lo que le mande el general Arredondo, que es de quien dependo yo.

—i Arredondo es amigo del Presidente?

—Muy amigo.

—¡Más amigo que usted?

—Eso no le puedo decir, hermano, porque, como usted sabe, la amistad no se mide, se prueba.

—Y dígame, hermano, ¿cómo se llama la Constitución?

Aquí se me quemaron los libros. Y, sin embargo, si el Presidente podía llamarse D. F. Sarmiento, ¿por qué para aquel bárbaro, la Constitución, no se había de llamar de algún otro modo también?

Me vi en figurillas.

—La Constitución, hermano... La Constitución... se llama así no más, pues, Constitución.

—¿Entonces, no tiene nombre?

—Ese es el nombre.