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torres audaces empinándose á grandes alturas parecen querer tocar las nubes, y hacer llegar al cielo los cánticos sagrados.

Allí donde el hombre eleva su espíritu al Ser Supremo, debe procurarse que la grandeza del espectáculo le inspire recogimiento.

La mística plegaria es más ferviente cuando la imaginación sufre las influencias poéticas del mundo exterior.

El viento no cesaba.

Tuvimos que resignarnos á recurrir al rancho de un sargento de la gente de Ayala.

Le asearon lo mejor posible, y en un momento los franciscanos improvisaron el altar.

Poco a poco fueron llegando hombres y mujeres, y ocupando sus puestos.

Los pobres se habían vestido con la mejor ropita que tenían. Hincados, sentados ó de pie, esperaban con respetuoso silencio la aparición de los sacerdotes.

Miré el reloj, marcaba las nueve. Es la hora, Padres, les dije, y me dirigí con ellos, acompañado de mis oficiales, á la capilla.

No podía ser más modesta.

Me consolé, recordando que aquél cuyo sacrificio íbamos á honrar había nacido en un establo, durmiendo en pajas.

Con ponchos y mantas los franciscanos habían tapizado el suelo y las paredes del rancho.

El viento no incomodaba, las velas ardían iluminando un crucifijo de madera, en el que se destacaba, salpicada de sangre, la demacrada y tétrica fa de Cristo; el altar brillaba cubierto de encajes y de brocado pintado de doradas flores, resaltando en él la re luciente custodia y las vinajeras plateadas.

Todo estaba muy bonito, incitaba á rezar.