Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo II (1909).djvu/34

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falsía de sus palabras, dice lo que quiere; lo que siente, lo reserva en los repliegues de su corazón.

Se puso á acomodar su archivo, y lo que estuvo en orden, cerró el cajón, y llamó diciendo: ¡ negro, negro!

Me estremecí.

Tomé un pretexto para no verle la cari, y me desrecí.

La hora de comer se acercaba. En el fogón había gordos asados extendidos ya sobre brasas. Despedían un tufo incitante y no era cosa de dejar que se chamuscalan.

—A comer, caballeros—grité.

Se hizo la rueda y empezó la comilona.

Mi comadre Carmen andaba por allí. Le ofrecí asiento, sentóse, y nos entretuvo un largo rato contándonos su vida y enterándonos de algunas particularidades de los usos y costumbres ranquelinas.

A Mariano Rosas le llegaron vespertinas visitas, que pasaron la noche con él, entregadas á los placeres de la charla y del vino.