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calles encajonadas, á este hormiguero de gente atareada, á estos horizontes circunscriptos que no me permiten ver el firmamento cubierto de estrellas, sin levantar la cabeza, ni gozar del espectáculo imponente de la tempestad cuando serpentean los relámpagos luminosos y ruge el trueno.

Hacía un día hermoso.

Ibamos despacio. Las cabalgaduras habían sufrido bastante, extrañando la temperatura, el pasto y el agua; debía pensar no tanto en la vuelta á Leubucó, como en la vuelta á mi frontera.

Por otra parte, llevaba una mula aparejada, con lo poco que me había quedado para Baigorrita, y la jornada sería ccrta.

Saliendo de Leubucó, rumbo al Sud, se entra en un arenal pesado, se cruzan algunos pequeños médanos y á poco andar se entra en el monte. A la salida de éste se encuentra la primera aguada, una lagunita con jagüeles, bordada de espadañas y de riente vegetación en sus orillas. El terreno es bajo y húmedo. Son come dos leguas de camino que fatigan los caballos como cuatro.

Descansamos un rato. Nadie nos apuraba. Allí me hizo Camargo su primer conferencia. Como hombre de mundo, estaba convencido de mi buena fe y comprendía que no siendo honroso el papel que debía hacer á mi lado, convenía ponerme en autos para que me explicase su actitud, de la que no podía prescindir, porque á su vez él debía ser espiado por alguien, aunque no pudiera decir por quién.

El espionaje recíproco está á la orden del día en la corte de Leubucó.

Varias veces, hablando allí con personas allegadas á Mariano Rosas, sobre asuntos que no eran graves, pero que podían prestarse á conjeturas y malas inter-