Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo II (1909).djvu/92

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Mis pensamientos eran plácidos, como los del niño que alegre corre y juguetea, en tarde primaveral, por las avenidas acordonarias de arrayán del verde y pintado pensil.

Las penas andaban haídas, también ellas son veleidosas.

A veces suelo echarlas de menos.

El sol hundió su frente radiosa tras de las alturas de Quenque, augurando el limpio horizonte y el cielo despejado de nubes un nuevo hermoso día; las estrellas comenzaron á centellear tímidamente en el firmamento; las sombras nocturnas fueron envolviendo poCO poco en tinieblas el vasto y dilatado panorama del desierto, y cuando la noche extendió completamente su imponente sudario, el fogón ardía, rechinando al quemarse los gruesos troncos de amarillento calden, chisporroteando alegre la endeble carda, como si festejara el poder del elemento destructor.

La rueda se había hecho sin orden en dos filas. Detrás de cada franciscano y de cada oficial había un asistente. El chusco Calixto Olazábal, atizaba el fuego, reparaba el asado, tomaba mate y soltaba dicharachos sin pararle la lengua un minuto.

A no haber estado allí los frailes, hubiera podido decirse que parecía un Vulcano jocoso entre las llamas, rodeado de condenados; porque aquéllas, flameando al viento, chamuscaban su barba, siendo motivo de que hiciera toda clase de piruetas y gesticulaciones, lo que provocando la risa de los circunstantes completaba el cuadro.

Los ojos se me iban viendo el apetitoso asado.

Pensaba en el pincel y en la paleta de Rembrandt, cuando una voz conocida dijo detrás de mi, con acento respetuoso:

—¡Buenas noches, señores!