báis quizá de estar maldiciendo vuestra estrella, si os cambiaríais por él. ¡Ah! el que tiene hambre no sabe lo que es un opulento enfermo del estómago. Con razón un magnate inglés, á quien en los momentos de sentarse en su opípara mesa se le presentó un desconocido pidiéndole una limosna y diciéndole que era tan desgraciado que se moría de hambre contestó: Vete de mí, tienes hambre y dices que eres desgraciado.
El desgraciado soy yo, que rodeado de manjares no puedo pasar ninguno; el que no me hace daño me empalaga.
Por eso las mujeres de más talento, las que más interesan, son las que renovándose más, se prodigan menos.
Quería decir que la segunda noche de Quenque, no había sido como la primera.
En cuanto cantaron los gallos me desperté, llamé á Carmen y le pedí mate.
Mientras hacía fuego, calentaba agua y lo cebaba, pasé revista de impresiones nocturnas. Había tenido un sueño, un sueño extravagante, como son todos los sueños, por más que hayan dicho y escrito sobre el particular los grandes soñadores como Simonide, Sevano, el sucesor de Pertinax, la madre de París, Alejandro, Amílcar y César.
De una novela de Carlos Juliet, de una fiesta veneciana dada á Luigi Metello, de mi almuerzo en el toldo de Baigorrita y otras reminiscencias, mi imaginación había hecho un verdadero imbroglio.
Había asistido á una cena. Los manjares eran todos de carne humana; los convidados eran cristianos disfrazados de indios y la escena pasaba á la vez en Quenque y en casa de Héctor Varela. El anfitrión era una inujer, Concordia, la hija de Júpiter y de Temis, y alrededor de ella estaban los principales hombres ar-