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A mi llegada al Río 4.° era imposible dejar de hablar al indio Blanco; porque, ¿adónde se iba que no oyera uno mentar los estragos de sus depredaciones?

¿Quién no lamentaba sus ganados robados, lloraba algún deudo muerto ó cautivo?

El tal indio tenía un prestigio terrible.

Yo era, de consiguiente, su rival.

Me propuse, antes de avanzar la frontera, desalojarlo del Cuero, incomodarlo, alarmarlo, robarlo, cualquier cosa por el estilo.

Pero no quería hacer esta campaña con soldados.

I.a disciplina suele tener los inconvenientes de sus ventajas.

Busqué un contrafuego, acordándome de la máxima de los grandes capitanes: al enemigo batirlo con sus misinas armas.

Le escribí á mi amigo don Pastor Hernández, comandante militar del Departamento del Río 4.º, hombre tan penetrante como laborioso y constante—que necesitaba conchabar media docena de pícaros, siendo de advertir que prefería la destreza á la audacia, en una palabra, ladrones.

Hernández no se hizo esperar. A los pocos días presentáronse seis conciudadanos de la falda de la Sierra, con una carta, y encabezándolos uno, denominado el Cautivo.

Los fariseos que crucificaron á Cristo no podían tener unas fachas de forajidos más completa.

Sus vestidos eran andrajosos, sus caras torvas, todos encogidos y con la pata en el suelo, necesitábase estar animado del sentimiento del bien público para resolverse á tratar con ellos.

Entraron donde yo estaba.

Queriendo hacer un estudio social les ofrecí asiento.