· 111 do que alguien le ayudase á salir del aprieto; pero en vano.
Llegó la noche.
Los que le seguían, aciertan á pasar por allí.
El arriero con la rapidez del pensamiento, concibió una estratagema.
Dejó que la partida se aproximara, poniendo la cara lánguida, y cuando al resplandor de la luna vinieron á verle, dijo con voz cavernosa.
—¡Viva Quiroga!
La partida al oir hablar un muerto, huyó poseída de terror pánico, sujetando los pingos quién sabe dónde.
El arriero se salvó así.
Pero aquella actitud, no podía prolongarse demasiado.
Era incómoda.
Procuró salir de ella. Buscó su cuchillo; con los corcovos de la mula lo había perdido.
Era una verdadera fatalidad. No tenía con qué cortarse los cabellos y como eran muy largos, no alcanzaba con la mano á desasirlos del gajo en que estaban enredados.
Un hombre como él acostumbrado á todas las fatigas podía resistir el peso de su propio cuerpo, si no había otro remedio, no digo un día, muchos días, teniendo qué comer. Es claro. La necesidad tiene cara de hereje.
Pero no tenía nada. Todo se lo había llevado la mula en las alforjas. Felizmente tenía un pedazo de queso en los bolsillos, yesquero, tabaco y papel.
Agua era lo de menos para un arriero.
Se comió el pedazo de queso.
Sacó después su chuspa y armó un cigarro; luego sacó fuego y fumó.
Nadie pasaba por allí, á pesar de la voz que debieron