Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo I (1909).djvu/131

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Cuando creemos llegar á la cumbre de la montaña con la piedra nos derrumbamos á medio camino. Nos creemos al borde de la playa apetecida y nos envuelve la vorágine irritada. Esperamos ansiosos la tierna y amorosa confidencia y nos llega en perfumado y pérfido billete un ¡olvidadme! Ofrecemos una puñalada, y somos capaces de humillarnos á la primera mirada compasiva.

¡Cuán cierto es que el hombre no alcanza á ver más allá sus narices!

Llamé, para no dormirme, á Francisco, mi lenguaraz, y de pregunta en pregunta, llegué á asegurarme de que no tardaríamos muchas horas en hallarnos entre las primeras tolderías.

Díjome que poco antes de llegar adonde íbamos á parar, se apartaban varios caminos: que debíamos ir con mucho cuidado para no tomar uno por otro; que él era baqueano, pero que podía perderse haciendo mucho tiempo que no había andado por allí.

—Pues entonces no conversemos; no vayas á distraer te con la conversación y nos extraviemos—le contesté.

Y esto diciendo, sujeté de golpe el caballo, esperé á que toda la comitiva estuviese junta, y previne que de un momento á otro íbamos á llegar adonde se apartaban varios caminos, no tardando en encontrarnos entre las primeras tolderías; que tuvieran cuidado, que quien primero notara otros caminos ó toldos, avisara.

Marchamos un rato en silencio, oíase de cuando en cuando el relincho de los caballos, y constantemente el cencerreo de las madrinas.

De repente oyóse una carcajada.

Era Calixto, mi jocoso asistente, el revolucionario de marras, que, según su costunibre, iba contando cuentos y que acababa de echarles á los compañeros una mentira de á folio.