La curiosidad me puso de pie en un abrir y cerrar de ojos.
Los franciscanos y los oficiales hicieron lo mismo.
Ya no se pensó en dormir, sino en las novedades que, sin duda, ocurrirían.
El toldo más próximo estaría distante de nosotros unos mil metros.
Divisábamos algo colorado.
Los soldados con ese ojo de águila que tienen, tan bueno como el mejor anteojo, decían si eran indios ó chinas, los contaban y se reían á carcajadas.
Estaban en sus coloquios cuando uno de ellos dijo:
—De aquel toldo salen tres chinas enancadas... y vienen para acá.
Con efecto, no tardamos en verlas llegar, como deteniéndose á cien metros de nuestro volante campamento.
Mandé que el lenguaraz les hablara; díjoles que era yo, el coronel Mansilla, que iba de paces, que se acercaran.
Las chinas castigaron el flaco mancarrón que nontaban enhorquetadas como hombres, medio acurrucadas, y vinieron hacia mí.
Me acerqué á ellas.
Las tres eran jóvenes, dos bien parecidas, una así así.
Vestían su traje habitual, que después tendré ocasión de describir, y cada una de ellas traía una sandía.
Era un regalo, por si teníamos sed. El agua de la lagunita era impotable, ellas lo sabían.
Acepté el obsequio y les dí doce reales bolivianos, azúcar, hierba, tabaco, papel, todo cuanto pudimos:
llevábamos bien poca cosa, habiendo quedado los cargueros atrás.