—Señor—repuso,—los indios no tienen costumbre de andar armados en Tierra Adentro.
—¿Y qué será?
Se encogió de hombros, vaciló un instante y por fin contestó:
—Deben estar asustados.
—¿Pero asustados de qué, cuando le he escrito á Mariano, y tú mismo le has traducido y explicado bien á Angelito mi mensaje para Ramón, para él y Baigorrita?
—¡Ah! señor, los indios son muy desconfiados.
El indio avanzaba hacia nosotros, haciendo molinetes con su larga lanza, adornada de un gran penacho encarnado de plumas de flamenco.
Tuve la intención de detenerme. Pero en la disyuntiva de que el indio creyera que lo hacía por recelo de él, y aumentar sus sospechas, si venía á reconocerme, preferí lo último, aun exponiéndome á que por no dejarlo acercarse bastante, no me reconociera bien.
Entre asustarse y asustar, la elección no es nunca dudosa. Un gran capitán ha dicho, que una batalla son dos ejércitos que se encuentran y quieren meterse miedo. En efecto, las batallas se ganan, no por el número de los que mueren gloriosamente, luchando como bravos, sino por el número de los que huyen ó pierden toda iniciativa, aterrorizados por el estruendo del cañón, por el silbido de las balas, por el choque de las relucientes armas y el espectáculo imponente de la sangre, de los heridos y de los cadáveres.
El indio sujetó su caballo, y con la destreza de un acróbata se puso de pie sobre él, sirviéndole de apoyo la lanza.
Venía del Sur. Ese era mi rumbo. Seguí avanzando, aunque acortando algo el paso.
El indio continuó inmóvil.