quien era yo, que iba de paces, y que no traía más gente que la que se veía allí cerca.
Los indios recogieron las lanzas á la primera indicación de Mora, y cuando éste acabó de hablarles, llamando especialmente su atención, sobre que yo no llevaba armas, me insinuaron con un ademán el deseo de darme la mano.
No vacilé un punto; piqué el caballo, me acerqué á ellos y nos dimos la mano con verdadera cordialidad.
Les ofrecí cigarros, que aceptaron con marcada satisfacción, y quedándome solo con ellos, hice que Mora fuese donde estaba mi gente, en busca de un chifle de aguardiente.
Mientras fué y volvió, nos hicimos algunas preguntas sin importancia, porque ni ellos entendían bien el castellano, ni yo podía hacerme entender en lengua araucana.
Sin embargo, saqué en limpio que el cacique principal Mariano Rosas, con otros caciques y muchos capitanejos estaban entregados á Baco; el padre Burela había llegado el día antes de Mendoza, con un gran cargamento de bebidas.
Volvió Mora, tomaron mis interlocutores unos buenos tragos, y despidiéndose alegremente, siguieron ellos su camino que era la dirección de las tolderías de Ramón, y yo el mío.
Mora seguía cabizbajo, á pesar del aire franco de los dos indios. No las tenía todas consigo. ¡Quién sabe qué va á suceder !—decía á cada paso, y luego murmuraba:
—¡ son tan desconfiados estos indios!
De cálculo en cálculo, de sospecha en sospecha, de esperanza en esperanza, mi caravana se movía pesadamente, envuelta en una inmensa nube de polvo.
Mora decía: Los indios van á creer que somos muchos.