Es indescriptible el asombro que se pintaba en sus fisonomías.
Montaban todos caballos gordos y buenos. Vestían trajes lo más caprichosos, los unos tenían sombrero, los otros la cabeza atada con un pañuelo limpio ó sucio. Estos, vinchas de tejido pampa, aquéllos, ponchos, algunos, apenas se cubrían como nuestro primer padre Adán, con una jerga; muchos estaban ebrios; la mayor parte tenían la cara pintada de colorado, los pómulos y el labio inferior; todos hablaban al mismo tiempo, resonando la palabra ¡ winca! ¡ winca! es decir: ¡cristiano! ¡ cristiano! y tal cual desvergüenza, dicha en el mejor castellano del mundo.
Yo fingía no entender nada.
¡Buen día, amigo!
Buen día, hermano, era toda mi elocuencia, mientras mi lenguaraz apuraba la suya, explicando quién era yo, y el objeto de mi viaje.
Hubo un momento en que los indios me habían estrechado tan de cerca, mirándome como un objeto raro, que no podía mover mi caballo. Algunos me agarraban la manga del chaquetón que vestía, y como quien reconoce por primera vez una cosa nunca vista, decían:
¡ ese coronel Mansilla¡ ese coronel Mansilla!
—Sí, sí, contestaba yo, y repartía cigarros á diestro y siniestro, y hacía circular el chifle de aguardiente.
Notando que mi comitiva, siguiendo el camino, se alejaba demasiado de mí, resolví terminar aquella escena. Se lo dije á Mora, habló éste, y abriéndome calle los indios, marchamos todos juntos al galope, á incorporarnos á mi gente.
Pronto formamos un solo grupo, y confundidos, indios y cristianos, nos acercábamos á un medanito, al pie del cual hay un pequeño bosque. Llámase Aillancó.