Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo I (1909).djvu/146

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Mis oficiales y soldados no sabían qué hacerse con los indios—dábanles cigarros, hierbas y tragos de aguardiente.

—Achucar (azúcar), pedían ellos. Pero el azúcar se había acabado, la reserva venía en las cargas, y no había cómo complacerlos.

Nuevos grupos de indios llegaban unos tras otros.

Con cada uno de ellos tenía lugar una escena análoga á la que dejo descripta, siendo remarcable las buenas disposiciones que denotaban todos los indios y la mala voluntad de los cristianos cautivos ó refugiados entre ellos. La afabilidad, por decirlo así, de los unos, contrastaba singularmente con la desvergüenza de los otros. Cuando ésta subió de punto, hablé fuerte, insulté groseramente, á mi vez, y así conseguí imponerles respeto á aquellos desgraciado ó pillos, á quienes, viéndonos casi desarmados, se les iba haciendo el campo orégano.

Llegados á Aillancó, y como allí hay una lagunita de agua excelente, hice alto, eché pie á tierra y mandé mudar caballos.

Mudando estábamos, cuando llegó un grupo de veintiséis indios, encabezados por un hombre blanco, en mangas de camisa, de larga melena, atada con una vincha; de aspecto varonil, un tanto antipático, montando un magnífico caballo overo negro, perfectamente ensillado, con ricos estribos de plata y chapeado, que haciendo sonar unas grandes espuelas, también de plata, y blandiendo una larguísima lanza, y dirigiéndose á mí, y sofrenando de golpe el caballo, me dijo:

Yo soy Bustos.

—Me alegro de saberlo—le contesté con disimulada arrogancia.

—Soy cuñado del cacique Ramón—añadió, cruzando la pierna derecha sobre el pescuezo de su caballo