Mientras me mudaban el caballo, hice extender un poncho bajo de un árbol, y sentados en él nos pusimos á platicar como dos viejos conocidos.
Me trajeron el caballo, y cuando ponía el pie en el estribo, despidiéndome de Bustos, á quien conocí le había caído en gracia, llegaron simultáneamente por dos rumbos distintos dos grupos de indios.
El uno venía de los toldos de Ramón, y el otro de los toldos de Mariano.
El de Mariano lo encabezaba un capitanejo, hombre de malas pulgas, como se verá después.
El otro, un indio cualquiera.
Mariano mandaba saludarme; Ramón á decirme que ya salía á encontrarme.
Despedí al primero con mis agradecimientos, y me dispuse á esperar á Ramón.
Esperándolo estaba, conversando con Bustos, mi comitiva charlaba y se entretenía con los demás indios y con unas chinas que acababan de llegar enancadas de á tres, cuando fuimos acometidos por unos cuantos indios, que, lanza en ristre, y viniendo hacia mí: gritaban ¡winca! ¡winca! ¡matando! ¡matando, winca!
Eché una mirada á mi alrededor, y vi que mi gente estaba resuelta á todo, y con disimulada irritación, le dije á Bustos: ¿Pensarán éstos hacer alguna barbaridad?
Los bárbaros estaban ya encima. Hablóles Bustos y mi lenguaraz en su lengua, y ehándose sobre ellos las chinas, sin temor de ser pisoteadas por los caballos, y asiéndose vigorosamente de sus lanzas, se las arrancaron de las manos. Los indios bramaban de coraje.
Felizmente, el incidente no pasó de ahí.
Los augurios y temores de mi lenguaraz amenazaban