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do la hora en que me dejaban con los caballos montados.

Bustos despachó de regreso el propio.

Siguiendo sus insinuaciones al pie de la letra, primero, porque no había otro remedio; segundo... Aquí se me viene á las mientes un cuento de cierto personaje, que queriendo explicar por qué no había hecho una cosa, dijo:

No lo hice primero, porque no me dió la gana; segundo... Al oir esta razón, uno de los presentes le interrumpió diciendo: Después de haber oído lo primero, es excusado lo demás.

Iba á decir que siguiendo las insinuaciones de Bustos, me puse en marcha con mi falange formada en ala, yendo yo al frente, entre los dos frailes.

Anduvimos como unos dos mil metros en dirección al monte donde se hallaba el cacique Ramón.

Llegó otro propio, habló con Bustos, y contramarchamos al punto de partida.

Esta revolución se repitió dos veces más.

Como se hiciera fastidiosa, le dije á Bustos, sin disimular mi mal humor.

—Amigo; ya me estoy cansando de que jueguen conmigo. Si sigue esta farsa mando al diablo á todos y me vuelvo á mi tierra.

—Tenga paciencia—me dijo,—son las costumbres.

Ramón es buen hombre, ahora lo va á conocer. Lo que hay es que están contando su gente bien.

Oyéronse toques de corneta.

Era el cacique Ramón que salía del bosque, como con ciento cincuenta indios.

A unos mil metros de donde ya estaba formado en ala, el grupo hizo alto; tocaron llamada, y se replegaron á él todos los otros que habían quedado á mi espalda, excepto el de Caniupán, que formó en ala, como cubriéndome la retaguardia.