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Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo I (1909).djvu/161

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Llevaba dos gordas para cuando se nos acabara el charque, lo que probablemente sucedería esa noche, si teníamos muchos huéspedes.

Le entregaron la yegua, la carnearon en un santiamén y se la comieron cruda, chupando hasta la sangre caliente del suelo.

En el sitio del banquete no quedaron más residuos que las panzas, en las que se cebaron después algunos caranchos famélicos.

La tarde se acercaba y las visitas raleaban.

Llegó un hijo de Mariano Rosas, con unos cuantos.

Mandábame saludar nuevamente su padre; quería saber cómo me había ido; recomendarme sobre todo, en todos los tonos tuviera mucho cuidado con los caballos.

Contesté secamente.

Marchóse el mensajero, se puso el sol, acomodáronse los caballos teniéndolos á ronda cerrada, se recogió bastante leña, se hizo un fogón, nos pusimos en torno, circuló el mate y comenzó la charla.

Discurriendo sobre lo que había pasado durante el día, cambiando ideas con Mora, no me quedó duda de que los indios temían un lazo. Iban, por consiguiente, á hacerme demorar en el camino con pretextos, hasta que regresasen sus descubiertas y se aseguraran y persuadieran de que tras de mí no venían fuerzas.

No debía impacientarme.

¡Gran virtud es la conformidad! Me resigné á mi suerte. Filosofábamos con los frailes; y como Dios es inmensamente bueno, nos inspiró confianza, y concediéndonos un sueño reparador, nos permitió dormir en el suelo desigual, lo mismo que en un lecho de plumas y rosas.