Sujetaron ellos para esperarnos. Yo seguí al tranco, y al ponerme á su altura piqué el caballo, le apliqué un fuerte rebencazo, y gritándoles á los míos: ¡al galope! galopamos todos, y digo todos, hablando con propiedad, porque también los indios galoparon poniéndose Caniupán á la par mía.
El punto adonde nos dirigíamos era á la Laguna de Calcumuleu, que quiere decir Agua en que viven brujas. Distaba una legua larga de Aillancó y quedaba como á seiscientos metros de la orilla del monte de Leubucó.
De consiguiente, poco demoramos en llegar.
El lugar no presenta ninguna particularidad. Es una lagunita como hay muchas, reduciéndose su mérito á tener vertiente de agua potable casi siempre. Sus bordes son bajos; estaban adornados de tal cual arbusto.
Al llegar, Caniupán me dijo:
—Aquí es donde dice Mariano que puede parar.
—Está bien—le contesté, haciendo alto, echando pie á tierra y ordenando que acamparan.
El indio vió desensillar los caballos, sacar las tropillas á cierta distancia para que comieran mejor, y cuando pareció no quedarle duda de que allí no me movería, se despidió recomendándome unas cuantas veces el mayor cuidado con los caballos y se fué, á Dios gracias, dejándome en paz, pero no sin que quedaran por ahí dispersos, á manera de espías, unos cuantos de los mismos que yo había visto llegar con él, hacía un rato, á Aillancó.
Era hora de comer algo sólido. Se hizo fuego, se cebó mate, se intentó hacer algunos asados, pero el charque había desaparecido. Fué menester apretarse la barriga, y seguir dándole á la yerba y al café.
Todo el resto de ese día pasaron incesantemente in-