El comisionado le disculpaba por su cuenta confidencialmente, diciéndome que estaba achumado (ebrio).
Mandé tomar caballos y ensillar, y como el terreno era muy quebrado, durante la operación se distrajeron los caballerizos y me robaron dos pingos.
Se lo dije á Caniupán, manifestándole con grosería que aquello era mal hecho, que Mariano Rosas estaba en el deber de tomar á los ladrones, para castigarlos y hacerles entregar mis caballos si no se los habían comido. Y quise hacer aquella comedia de enojo, porque entre bárbaros más vale pasar por brusco que por tonto.
Caniupán hizo la suya; me aseguró que los ladrones serían perseguidos, tomados y castigados, pero él sabía perfectamente bien que nadie lo había de hacer.
Por supuesto que no lo hicieron. Perdí, pues, mis caballos, quedándome sólo la satisfacción de haber refunfuñado un rato con desahogo.
Avisáronme que todo estaba pronto para la marcha.
Se lo previne á mi conductor y nos pusimos en viaje.
Los indios no andan jamás al tranco cuando toman el camino.
Al entrar en el que debíamos seguir, me dijo Caniupán, poniéndose al galope:
—Galope, amigo.
Yo, que no quería dejarme dominar ni en las cosas pequeñas, ni contesté, ni galopé.
—Galope, galope, amigo—me gritó el indio.
Si yo hubiera estado prisionero, no me habría hecho tan mal efecto aquella especie de imposición.
—No quiero galopar—le contesté.
Y como algunos de los míos que venían atrás, viendo el aire de la marcha de los indios, llegasen galopando:
—¡Despacio! ¡ despacio!—les grité.
Los indios se fueron adelante formando un grupo; los cristianos nos quedamos atrás, formando otro.