ctro dia ha de creer en algún pícaro de mala fe que lo engaño.
El mensajero hizo un gesto de extrañeza al oir aquella contestación; advirtiéndolo yo, agregué :
—Y dígaselo, no tenga miedo.
Dicho esto, le di la espalda, y viendo él que yo no tenía gana de seguir conversando, recogió el caballo y se dispuso á partir. Mas en ese momento llegó un grupo de indios del Norte, y mezclándose con ellos, allí se quedaron hablando, según me dijo Mora después de que no había novedad por el Cuero y que más allá no sabían.
Al rato, cuando ya se iban, uno de ellos fué á pasar por entre los dos franciscanos que estaban descansando en el suelo, como á dos varas uno de otro.
Gritéle con voz de trueno, saltando furioso sobre él para sofrenarle el caballo y empuñando mi revólver, dispuesto á todo:
—¡ Eh! ¡ no sea bárbaro! ¡ no me pise los padrecitos !
Y el hombre, que no había sido indio sino cristiano, sujetando de golpe el caballo, casi en medio de los padres, contestó:
—Yo también sé.
—¿Y si sabes, pícaro, por qué pasas por ahí?
—No les iba á hacer nada—repuso.
— ¡Conque no les ibas á hacer nada, bandido!
Calló, dió vuelta, les habló á los indios en su lengua, siguiéronle éstos, y se alejaron todos, habiendo pasado los pobres padres por un rato asaz amargo, pues creyeron hubiese habido una de pópulo bárbaro.
¡ Extraños fenómenos del corazón humano!
Algunas horas después de esta escena, á la que nada notable se siguió, ese mismo hombre tan duramente tratado por mí, se presentó diciéndome :