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nos á llevar el caballo sobre la rienda para no tropezar con ellos, ó enredarnos en sus vástagos espinosos y traicioneros.

Nuestros caballos no estaban acostumbrados á correr por entre bosques. Teníamos que detenernos constantemente; por ellos, expuestos á rodar, y por nosotros mismos expuestos á quedarnos colgados de un gajo como arrebatados por un garfio.

La torpeza nuestra era sólo comparable á la habilidad de los indios; mientras nosotros, á cada paso, hallábamos una barrera que nos obligaba á abreviar el aire de la marcha, á ir al trote y al tranco, á hacer alto y proseguir, ellos seguían imperturbables su camino, veloces como el viento. Pronto, pues, salieron ellos del bosque, quedándonos nosotros atrás. Yo no podía perder de vista que conmigo iban los franciscanos, y no era cosa de dejarlos en el camino, ni de exponerlos á columpiarse contra su gusto en un algarrobo. Demasiada paciencia habíamos tenido ya, para perderla cuando llegábamos, Dios mediante, al término de la jornada.

Los indios me esperaban en una aguadita al salir del bosque; en un gran descampado, sucesión de médanos pelados, tristes, solitarios.

A lo lejos, como una faja negra, se divisaba en el horizonte la ceja de un monte.

—Allí es Leubucó—me dijeron, señalándome la faja negra.

Fijé la vista, y, lo confieso, la fijé como si después de una larga peregrinación por las vastas y desoladas llanuras de la Tartaria, al acercarme á la raya de la China, me hubieran dicho: ¡allí es la gran muralla!

Voy á penetrar, al fin, en el cinto vedado.

Los ecos de la civilización van á resonar pacífica-