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Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo I (1909).djvu/219

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ta vez no hubo más alteración en el ceremonial que toques de corneta. Di unos ciento y tantos abrazos y apretones de mano; y cuando ya no me quedaba costilla, ni nervio en la muñeca que no me doliera, comenzaron los alaridos de regocijo y los vivas, atronando los aires. Todo el mundo, excepto mi gente, se desparramó gritando, escaramuceando, rayando los caballos, ostentando el mérito de éstos y su destreza.

Aquello era una verdadera fiesta, una fantasía á lo árabe.

Así desparramados, dispersos, jineteando, marchamos un largo rato, viendo darse de pechadas mortales á unos, rodar á otros, haciendo éstos bailar los caballos, tirándose los unos al suelo en medio de la carrera y subiendo ágiles, corriendo los unos de rodillas sobre el lomo de su caballo y los otros de pie, en una palabra, haciendo cada cual alguna pirueta.

A un toque de corneta se reunieron todos y formamos como antes lo expliqué, aumentando las alas los recién llegados.

Acababa de llegar un enviado de Mariano Rosas.

Su toldo estaba ahí cerca. Penetrar en él era cuestión de minutos, al fin.

Regresó el mensajero y Caniupán me dijo:

—Caminando poquito, hermano—dicho lo cual recogió su caballo y se puso al tranco.

Tuve que conformarme á su indicación. Recogí mi caballo é igualé el paso del suyo.

Llegó otro mensajero de Mariano Rosas, habló con Caniupán, y después me dijo éste:

—Parando, hermano.

Le habló á Mora en su lengua y éste me tradujo, que debíamos echar pie á tierra esperar órdenes.

El lector juzgará si había motivo para rabiar un rato.