Y como de costumbre, lanzóse á media rienda, dándome el ejemplo.
Esta vez íbamos á toparnos á todo correr en medio de una espantosa algazara que hacían los indios golpeándose la boca abierta con la palma de la mano.
El terreno salpicado de pequeños arbustos, blando y desigual, exponía á todos á una tremenda rodada.
No podíamos marchar en formación. Nos desbandábamos y nos uníamos alternativamente. Los pobres frailes, encomendando su alma á Dios, me eguían lo más cerca posible. Muchos rodaron apretándolos enteros el caballo, y eran jinetes de primer orden. ¡ Sarcasmo de la vida! uno de los frailes rodó y salió parado.
Las dos comitivas avanzaban, íbamos materialmente á toparnos ya, cuando á una indicación de corneta sujetaron los que venían y nosotros también.
Siguióse una escena igual á la anterior, entre dos oradores que se ocuparon una media hora de mi salud y de mis caballos. Pero esta vez todo fué soportable porque mientras los oradores multiplicaban sus razones con elocuente encarnizamiento, yo conversaba con el capitán Rivadavia que había salido á mi encuentro.
Este valiente y resuelto oficial, prudente y paciente, me representaba hacía tres meses entre los indios.
Le abracé con efusión, y uno de los momentos más gratos de mi vida, ha sido aquél. Quien haya alguna vez encontrado un compatriota, un amigo en extranjera playa, ó en regiones apartadas y desconocidas, desiertas é inhabitadas, después de haber expuesto su vida unas cuantas veces podrá sólo comprender mis impresiones.
Terminados los saludos, que eran seis razones, las que fueron convertidas en sesenta de una parte y ctra, llegó el turno de los abrazos y apretones de mano. Es-