finalmente, hay temporadas aciagas en que ni por chiripa andamos bien. O, como dicen los andaluces, temporadas en que nuestro estado normal, es andar en la mala.
Esto debe consistir en algo.
Yo he pensado mucho en la justicia de Dios, con motivo de ciertos percances propios y ajenos, pues un hombre discreto debe estudiar el mundo y sus vicisitudes, en cabeza propia y en cabeza ajena.
Y, francamente, hay momentos en que me dan tentaciones de creer que nuestro bello planeta no está bien organizado.
¡Quién sabe si no estamos en un período de desequilibrio moral!
He de buscar algún amigo ducho en trotes de ciencia y conciencia que me indique si hay algún tratado de mecánica terrenal, por el estilo del de Laplace.
Por lo pronto me he refugiado en un tratadito cuyo título es: «La moral aplicada á la política, ó el arte de esperar».
Debe ser muy bueno; es un libro chico y anónimo, —hace tiempo vengo observando que los mejores libros son los manuales, cuyo autor se ignora.
La razón creo hallarla en la modestia, sentimiento que anda generalmente á caballo.
En este tratadito pienso hallar la solución de muchas de mis dudas.
Yo tengo creencias y convicciones arraigadas, que las he sacado no sé de dónde—hay cosas que no tienen filiación, y no quisiera perderlas ó que se embrollaran mucho en los archivos de mi imaginación.
Yo creo en Dios, por ejemplo, cosa en la que sin duda cree el respetable público—aunque hay un refrán maldito que dice: fíate en Dios y no corras.
Yo creo en la justicia y que las almas nobles deben