sabe nunca dónde queda el Chalileo, por ejemplo; qué distancia hay de Leubucó á Wada. La mayor indiscreción que puede cometer un cristiano asilado es decirlo.
Me acuerdo que en el Río 4.º, queriendo yo tener algunos datos sobre la población de los Ranqueles, le hice cierto número de preguntas á Linconao, que tanto me quería, delante de Achauentrú. Como aquél contestara bastante satisfactoriamente, éste, con tono aiiado, le amenazó diciéndole en araucano: que cuando regresase á Tierra Adentro, le diría á Mariano Rosas que era «un traidor que había estado hablando esas cosas conmigo, y dirigiéndose á los demás indios circunstantes, añadió: ustedes son testigos».
Yo, qué había de entender; lo supe por mi lenguaraz. Mora, me lo dijo en voz baja, rogándome que no lo comprometiera y que no continuara el interrogatori, que suspendí; quedando poco más enterado que antes.
Los conjures terminaron, el horóscopo astrológico dejó de augurar males, las águilas no miraron ya para el Sur, sino para el Norte, lo que quería decir que vendría gente de adentro para fuera, no de afuera para adentro, ó en otros términos, que no habría malón de cristianos, que nada habría que temer.
La hora de recibirme había llegado.
¡Ya era tiempo!
Un enviado salió de las filas de Mariano Rosas y me dijo, siempre por intérprete:
—Manda decir el General que eche pie á tierra con sus jefes y oficiales.
—Está bien—contesté.
Y eché pie á tierra, y junto conmigo los cristianos é indios que me seguían. Y á ese tiempo se oyó ur hurra atronador y un viva al coronel Mansilla.