afectando una gran indiferencia por cuanto me rodeaba.
Todos los bárbaros son iguales, ni les gusta confesar que no han visto antes ciertas cosas, cuando éstas llaman su atención, ni que los que penetran sus guaridas, hallen raro lo que en ellas ven.
En el Río 4.º yo me solía divertir, mostrándoles á los indios un reloj de sobremesa, que tenía despertador, un barómetro, una aguja de marear óptica, un teodolito y un anteojo.
Miraban y miraban con intensa ojeada los objetos, y como quien dice, eso no llama tanto como usted cree mi atención, me decían: «Allá en Tierra Adentro mucho lindo teniendo».
Un indio, que debía ser algo, como paje del cacique, habló con Mariano Rosas, y en seguida con Caniupán, mi inseparable compañero.
Este á su turno habló con Mora.
Mi lenguaraz, siguiendo la usanza, me dijo:
—Señor, dice el general Mariano, que ya lo va á recibir; que quiere darle la mano y abrazarlo; que se dé la mano con sus capitanejos y se abrace también con ellos, para que en todo tiempo lo conozcan y lo miren como amigo, al hombre que les hace el favor de visitarlos, poniendo en ellos tanta confianza.
Pasando por los mismos trámites, fué despachado el mensajero con un recadito muy afectuoso y cordial.
Mora volvió á conversar con Caniupán, me dijo después:
—Señor, dice Caniupán que ya puede adelantarse á darle la mano al general Mariano; que haga con él y con los demás que salude lo mismo que ellos hagan con usted.
—¿Y qué diablos van á hacer conmigo?—le pregunté.